martes, 14 de julio de 2009

Los Alcohólicos



La prendió por los brazos con potentes manos. La obligó a darse la vuelta de un tirón y la apretó, indefensa, contra él. Se quedaron allí, jadeando, el agradable perfume de los cabellos de ella junto al rostro del doctor Murphy, los senos de la señorita Baker estrujados contra el pecho de él, que la atenazaba y le sujetaba las piernas.


Ella se revolvió con intención de soltarse. Lo intentó de nuevo. Y los brazos de Doc se quedaron de pronto sin fuerzas... Ya era inútil dejarlo a aquellas alturas. Lo que estaba haciendo era más que suficiente para acabar con él de por vida. Asalto criminal. Asalto e intento de violación. Ahora ya le daba lo mismo, de modo que podía seguir adelante.


Bien podía... pero incapaz de hacerlo.


Le propinó un último y débil cachete en el trasero y se dispuso a levantarse. Pero la señorita Baker, frenética, se agitó con tal de eludir el golpe. Y de algún modo -el doctor Murphy no supo muy bien cómo ocurrió- se encontró con la señorita Baker debajo de él. Toda la suave y cálida maravilla de aquel cuerpo servía de almohadón al suyo. Y ella lloraba de un modo curioso e indefenso; y las manos ansiosas de la enfermera parecían acariciar más que sujetar.


Y el doctor Murphy -que nunca se había rendido al doctor Murphy que nunca se le había permitido ser-, el mismo Doc que se había sentido impulsado a golpear al apaleador de perros, a apuñalar al camarero insolente y a cobrarse de aquella insolente de Bellevue, aquel Doc -al que nunca se le había dejado en libertad para resolver una situación de forma satisfactoria- tomó el control de la situación.


Los ojos de la señorita Baker se abrieron de par en par a causa de un súbito terror. Luego volvieron a cerrarse, mientras los pechos se le hinchaban y temblaban sobrecogidos por un sollozo estremecedor. Jadeó. Gimió.
Emitió un débil grito.


...Todo pasó, al parecer, tan aprisa como había empezado; pues tanto tiempo había sido rechazado el Doc sumergido. Luego, una vez que se salió con la suya, huyó, dejó que el otro Doc -su cauta, segura y cuerda víctima- se enfrentase solo con aquella inevitable y horrenda música.


Se sentó al borde de la cama, tembloroso, taciturno, avergonzado y presa de cierto presentimiento. No se atrevía a mirarla. Era incapaz de hablar. Sólo acertaba a quedarse allí sentado mirando fijamente al suelo, mejor dicho, mirando fijamente el futuro y la inevitable desgracia que se avecinaba; condena a prisión, pérdida de la licencia para ejercer, pérdida de todo.


Oh, desde luego, ella tenía todo lo necesario para hacerlo. Doc no exgaeraba en nada la gravedad de la situación. A una virgen, cosa que él siempre había imaginado que era la señorita Baker, no le resultaría nada difícil arreglárselas para quitarlo de en medio. Sería inútil defenderse, aún en el caso de que él hubiera tenido ganas de defenderse.
-Bueno -dijo por fin; luego esperó un poco-. Bueno, ¿por qué no dice algo? Haga lo que sea y acabe de una vez.
Silencio.
-Oh -continuó él-, está bien. Me marcharé. Así podrá usted llamar a la policía.
Silencio aún.
-Si quiere llamo yo. Yo... ¿quiere que llame a un médico? Yo...
-Eztúpido -dijo la señorita Baker-. Erez un hombre muy eztúpido. Yo ya tengo un médico.
Y lo rodeó con los brazos.


Jim Thompson "Los Alcohólicos" (Ed. Júcar, 1987).