sábado, 16 de octubre de 2010

Perro come perro



Solo en su habitación del piso once del Holiday Inn, Troy se quitó los zapatos y los calcetines. Era la primera vez desde que lo detuvieron que andaba descalzo sobre una moqueta, o sobre algo que no fuera el frío cemento. Apagó las luces, se sentó en la cama y hundió los dedos de los pies en la gruesa y suave moqueta mientras la fría noche le daba en la cara. A través de la ventana abierta contemplaba las colinas de San Francisco y la bahía a oscuras punteada por las luces de los barcos y las boyas. ¿Cómo se sentía al ser libre después de tanto tiempo encerrado en una jaula rodeado de hombres numerados? En cierto modo, se sentía menos diferente de lo que había imaginado. Le habían hablado de miedos extraños, de destellos de confusión y pánico. No sentía nada de eso pero sí cierta sensación de irrealidad. Miraba al mundo y lo veía distorsionado, como el arte abstracto de Dalí o Picasso.

La habitación disponía de televisión y películas de circuito cerrado. Pidió una del canal Playboy. En San QUintín, no había televisión por cab le, así que nunca había visto nada parecido. En esta película, no salían putas baratas con granos en el culo. Las mujeres de Playboy eran lo suficientemente guapas como para ser estrellas de cine, de piernas largas, pechos firmas, pelo sedoso, piel de terciopelo y culos redondos y respingones. Deseaba tanto tener cerca a una mujer como aquellas que se mareó. Pasar años sin sexo resultaba más fácil de lo que la mayoríapodía pensar y siempre quedaba la liberación de la masturbación. Solía fantasear con mujeres así y, si algo tenía claro, era que podía pagar para conseguir una. Tenía dinero y sabía adonde ir.

Se puso su ropa nueva y le gustó lo que vio en el espejo. Tenía un aspecto desenvuelto e impecable que le recordó a las películas en las que actuaban Robert Mitchum, Burt Lancaster y Kirk Douglas de jóvenes. Su primer contacto con la moda masculina fue gracias a los pantalones rectos, de los que los pies sobresalían como aletas, y a las chaquetas de hombros estrechos y solapas. Le gustaa más este estilo, los pantalones sueltos con pinzas y las chaquetas amplias con hombreras (resultaba más fácil esconder una pistola).

¿Se la llevaba? Sí, por qué no. "Si vas a ser un criminal, mejor serlo veinticuatro horas al día", le había dicho el Greco, que cumplía con esta máxima a la perfección.

-Tengo que llamarle más tarde- murmuró Troy para sí mismo mientras metía la pistola en la funda y se la colocaba en la cintura, en la espalda, en la parte de los riñones. Quedaría escondida incluso si se desabrochaba la chaqueta y la dejaba abierta.

Al salir, se detuvo en la puerta. ¿Se olvidaba algo? ¿La llave? No, la llevaba. Al cerrar la puerta, se dio cuenta de que era la primera que había cerrado él mismo desde hacía muchos años.

Empujó la puerta principal y el portero chino le pidió un taxi.

-¿Sabes dónde está el Fish & Shrimp? - preguntó.
-No.
-Está al otro lado de Market, en el centro. Quizá en Folsom.

El taxi se puso en marcha, hizo sonar la bocina al adelantar a un coche y acelerar. Iba demasiado rápido. Para un taxista, el tiempo es dinero mientras que para Troy el tiempo era barato

-Oye -dijo Troy-, ve más despacio.

El conductor miró a su alrededor con el ceño fruncido. Era de piel oscura y olía a curry, Troy supuso que sería indio.

-Ve con calma y te pagaré de propina el doble de lo que marque el taxímetro - continuó Troy.
-Sí, señor.

El taxi desaceleró notablemente. Deambularon por numerosas calles oscuras antes de encontrar el Fish & Shrimp. Una vez más, Troy miraba fijamente por la ventana. California siempre le había parecido luminosa y nueva; ahora la encontraba desgastada y sórdida. Había leído sobre la recesión, la deuda nacional, el deterioro de la red del bienestar. Sobre el papel, le había parecido el típico cuento de la lechera pero, al otro lado de la ventana, constituía una realidad totalmente nueva. Parecía que casi en cada semáforo un hombre negro estaba listo para limpiar un parabrisas.

-Búscate un trabajo - dijo en un inglés roto al hacerle un gesto a uno de ellos para que se apartara del coche.

Troy quiso responder que tal vez se lo había quitado un inmigrante pero, en vez de eso, optó por un comentario más diplomático.

-Puede que no sepa hacer nada.
-Ya, la mayoría son unos vagos. Sus mujeres hacen el trabajo por ellos. Les hacían el trabajo en África y se lo hacen también aquí. Allí, se sentaban a contar historias de guerra con las pelotas colgando y plumas en la cabeza. Lo he visto en el National Geographic.

Troy soltó una risita a su pesar. Incluso un imbécil podía resultar gracioso.

-Hemos llegado - dijo el taxista al parar.

Troy miró fuera. Normal que no lo hubiera visto. La estrecha fachada estaba cubierta de azulejos oscuros y, junto a la puerta, había un pequeño cartel de neón azul con el logotipo de un pescado y una gamba y el nombre en letras pequeñas: Fish & Shrimp. "No está mal para un viejo ladrón y jugador de póquer", pensó Troy. El nombre hacía referencia a una vieja rima de los bajos fondos del Londres del siglo dieciocho pero pasaba desapercibida excepto para algunos ladrones y estafadores. Resultaba curioso que Gigolo la utilizara.

El taxímetro marcaba treinta y un dólares. Troy le dio al taxista un billete de cincuenta. Era menos de lo que le había prometido pero sospechaba que lo había tenido dando vueltas a propósito. El taxista miró el billete y frunció el ceño.

-Es todo lo que tengo - dijo Troy. Se preguntó qué pensaría aquel chupapollas racista si le golpeara la cabeza con la culata de una pistola. El taxista asintió y Troy no dijo nada más. La sabiduría popular decía que, si eras un pringado de la vida, más te valía ser uno callado.

Un portero de unos ciento cuarenta kilos lo miró de arriba abajo. Debió de pasar el reconocimiento con éxito porque le abrió la puerta.

Dentro, espejos de tallado reflejaban la tenue luz. La barra se extendía a la derecha y, sobre los taburetes, varios pares de largas piernas descansaban enfundados en medias de seda. Vio destellos de muslos y casi podía oler más. Las minifaldas habían vuelto, gracias a Dios.

El camarero estaba al otro extremo de la barra. Troy caminó hasta allí. En la pared cubierta de espejos de detrás de la barra, diversos ojos observaban su reflejo. No le cabía duda de que saldría de allí acompañado por una mujer. Tenía la pasta para pagarla.

El camarero lo vio acercarse y desvió su atención de una mujer joven para preguntarle qué quería.

-He llamado hace una media hora preguntando por George Perry.

El camarero señaló hacia una cabina en la parte de atrás, al otro lado del bar. Troy se dio la vuelta. Gigolo ya lo había visto y se estaba poniendo de pie. Se acercó a él con una sonrisa y los brazos abiertos. Tenía casi ochenta años pero parecía veinte más joven. ¿Cómo era posible, cuando se había dado a todos los vicios conocidos por el hombre hasta hacía unos quince años? El único cambio del que Troy se percató fue que el pelo la perilla habían pasado de un tono gris a un blanco puro. Vestía de forma elegante con una chaqueta de pelo de camello y pantalones de franela. Rodeó al hombre más joven con un fuerte abrazo.

-Joder, pensaba que no ibas a salir nunca.
-Yo también.
-¿Cuándo ha sido?
-Hoy.
-Así que aún no has catado ningún coño.
-No.
-Echa un vistazo por encima de mi hombro y mira lo que tengo en la cabina para ti.

Troy miró. Había dos mujeres sentadas en la cabina. Una tenía unos cincuenta años o más, esbelta y con estilo pero demasiado mayor. Lo primero que le llamó la atención de la otra fue su exuberante melena de pelo rojo.

-No es ninguna zorra que chupa pollas por un poco de polvo en una pipa de crack. Esta es una cortesana, no sé si me entiendes.

Troy asintió sin apartar la mirada. Tenía unos brillantes ojos azules y una tenue lluvia de pecas alrededor de la nariz. No podía verle el cuerpo pero no cabía duda de que era guapa. Ella se dio cuenta de que la observaba y le sonrió. Hacía tanto tiempo desde la última vez que había hablado con una mujer bonita que en seguida notó el calor de la vergüenza y la timidez, sintiéndose como un estúpido. Resultaba ridículo, un ex convicto, un tipo duro como él que no temía a casi nada que caminara sobre la faz de la tierra, totalmente desmontado por una sonrisa. Pensó en decirle a Gigolo que se olvidara del tema pero resultaría más vergonzoso aún. Gigolo lo torturaría acusándolo de que la cárcel lo había cambiado y que ahora le gustaban los chicos jóvenes.

-Antes de que te presente, recuerda una cosa - comentó Gigolo.
-¿El qué?
-No te enamores.
-¿Que no qué?
-Que no te e-na-mo-res.
-Menuda gilipollez, tío. ¿Eres tan viejo ya que empiezas a estar senil?

George Gigolo Perry negó con la cabeza.

-Si lo piensas fríamente, verás que tengo razón. Hay muchos tíos que salen de la cárcel, o incluso del ejército, donde no han estado con una mujer durante años, y de la primera que les deja meterse entre sus piernas y les lame la oreja, pam, se enamoran. No importa que la vieja tenga cinco mocosos o que esté gorda como una vaca. Les da la fiebre del coño. La que te tengo preparada es de lo mejor que vas a encontrar. Espera a verle el cuerpo. Si yo tuviera cincuenta, intentaría cazarla. Bueno, ya estás advertido.

Edward Bunker. "Perro come perro". Sajalín Editores, octubre 2010