miércoles, 23 de diciembre de 2015

En la cola del súper

 

Vetusta Blues. –

En la cola del súper”


Las dos grandes filas en las cajas invitaban a la tranquilidad, a abstraerse del mundo por unos segundos. Saqué el móvil y tecleé en la entrada del facebook para comprobar qué ocurría en nuestros pequeños mundos. La conexión no iba bien. Levanté la vista y me llamó la atención la octogenaria llenando con dificultad un carro con botes de legumbres. Tras ella, otra mujer, cincuentenaria ella, empujaba su ligera compra –una barra de pan y una bolsa con algo que parecía fruta- hacia la de su anciana predecesora. Mucha prisa por llegar a ninguna parte. ¿Por qué todo el mundo se empeña en aproximar su compra que hasta llegan a confundir a las cajeras y cajeros de los supermercados innecesariamente?

-¿Me pueden enviar el pedido a esta dirección? –el hilo de la quebradiza voz de la octogenaria manifiesta un cansancio propio de su edad, tras haber llenado el carrito con una mayoría de botes de cristal con garbanzos, lentejas y alubias.
-Le faltan tres euros para llegar a los cuarenta –replica la cajera. 

La mujer le solicita acercarse por algo que llegue a esa compra. La empleada del supermercado acepta. Y la tormenta se desata: la mujer que acumulaba su barra de pan y la bolsa con algo que parecía fruta se enfurece.

-¿Por qué tenemos que estar aquí esperando? ¡Tengo prisa! ¡No hay derecho a esto!

La fila ya se nutre con siete personas, pero sólo ella protesta. A mi lado, una chica de ojos claros trata de mirar en dirección contraria a la de la cincuentañera. Detrás de mí, calma total: un minuto de espera no va a alterar su vida. Pero para esa señora, sí. Vuelve a arremeter contra la anciana que ha ido a completar la compra. Quizás con la esperanza de montar un buen motín. Pero la “rebelión a bordo” se desata contra ella. Yo mismo la encabezo.

-¿Qué son unos pocos minutos en su larga vida? –replico, con la esperanza de que el torrente de estupideces amaine.
-¿Y usted que sabe de mi vida? ¡Cállese ya! 

La anciana aparece en medio de un mar de improperios. La cajera cuenta al mundo que esta compra de esa señora es para dar de comer a gente necesitada. La cincuentañera prosigue con su letanía cruel y aplastante. Concluye: “Tengo un trabajo y mi jefe se va a enfadar”.

-Afortunadamente, el mío es bastante flexible –añado con ironía.
La mujer, de amplias bolsas bajo unos ojos de hielo que tratan de clavarse en mí, responde.
-Pues a mí me exige unos horarios.
Me pone en bandeja una réplica implacable.
-"Si tan malo es su jefe, ¿qué pinta usted haciendo la compra en su horario de trabajo?"

Vuelve a clavarme los ojos gélidos, insensibles a cualquier forma de piedad, sobre los míos. Ya se ha olvidado de su anterior objetivo -la octogenaria caritativa- y ahora soy yo, el insolente deslenguado dispuesto a desafiar su mal rollo quien merecería morir. Pero ya no dice nada. Poco más le queda por añadir. Trata con su silencio de imponer un miedo que no tengo.

-Si tuviera una ametralladora, me masacraría aquí mismo –le digo a la chica de ojos claros que va delante de mí en la cola. Aunque la afirmación la escucha todo el local. La cajera tiene problemas para contener la risa. La cincuentañera sale a toda prisa del supermercado, quién sabe si dispuesta a echarle la bronca a su jefe por haber tenido que esperar a una pobre octogenaria que sólo quería hacer una buena obra a personas necesitadas. Cuando salgo del establecimiento, tras comprobar el regocijo de quienes han asistido a la vergonzosa escena de absurda intolerancia, quien no puede aguantar la sonrisa soy yo. Y canto a Pablo Und Destruktion: “A veces la vida es hermosa”.

MANOLO D. ABAD
Publicado en el diario "El Comercio" el miércoles 23 de diciembre de 2015